Manuel Hidalgo *
Hace 40 años atrás, bajo el influjo teológico del Concilio Vaticano II, generaciones de jóvenes latinoamericanos, asumimos una postura vital y un compromiso con la suerte y las esperanzas de nuestros pueblos, que marcó radicalmente y para siempre nuestra vivencia de la fe cristiana.
Entendimos entonces –y son convicciones que se nos han encarnado íntimamente- que creer era comprometerse y que debíamos buscar los caminos de un amor eficaz, transformador del mundo, para avanzar hacia un reino de justicia, de fraternidad y solidaridad.
Se nos hizo imprescindible entonces tener una mirada lúcida de la realidad en que vivíamos, y buscamos entonces el auxilio de las ciencias sociales, de la historia, de la economía política, de la sociología. Supimos desde allí que no había imparcialidad posible, que la realidad siempre se lee e interpreta desde la óptica de quienes quieren mantener el orden establecido o aspiran a su cambio más o menos profundo.
Esa comprensión nos sumergió de lleno en la lucha social y política de nuestros pueblos, la que abrazamos con fervor y entusiasmo. Eran los años de fines de los 60’s e inicios de los 70’s y el continente, como otras regiones del mundo, veía sacudirse sus estructuras de dominación colonial y oligárquica con las movilizaciones populares que reclamaban un nuevo orden político. Parecían dolores de parto de un nuevo mundo que estaba por nacer.
La historia posterior la conocemos. Durante los años 80 y a principios de los 90’s se consumó una derrota histórica de ese ciclo de luchas populares y revolucionarias en todo el mundo y en América Latina, en particular. El capitalismo empezó a emerger de su crisis estructural de cerca de 25 años, con un conjunto de transformaciones tecnológicas, económicas, políticas, ideológicas y sociales, que han venido reconfigurando profundamente el mundo en que vivimos.
Quienes sobrevivimos a esa historia profundamente vinculados a nuestros pueblos, contemplamos hoy nuestro compromiso como cristianos con la misma o mayor radicalidad que la de 40 años atrás. El mundo actual se nos presenta aún más inmoral, injusto e inhumano que aquél en que nos resolvimos a luchar abiertamente por su cambio. Este es aún más anticristiano y las fuerzas de perversión de la humanidad parecen desplegadas más amplia y profundamente.
¡Cómo no ha de tener vigencia, entonces, una fe iluminada por una teología de la liberación! ¡Cómo no va a ser urgente y necesario el crecimiento de una iglesia liberadora que vivifique la conciencia y la confianza de los pueblos en otra humanidad posible!
Por otra parte, los cambios experimentados en la realidad y las lecciones extraídas de nuestra experiencia, han introducido en nuestra comprensión de nuestro compromiso cristiano y en nuestras propias convicciones nuevos acentos, nuevos énfasis, nuevos enfoques.
Hoy creemos que, como punto de partida, una visión cósmica de la vida –más que una mera conciencia ecológica- es imprescindible. Los seres humanos, como lo entendieron muy bien nuestros pueblos originarios, no somos el centro de Universo ni la criatura destinada a subordinar toda la naturaleza a nuestro antojo. Debemos ser capaces de vivir en armonía, en equilibrio, con nuestro entorno, y entender que nuestra supervivencia esta ligada indisolublemente a las demás formas de la vida que cubren este planeta; que no es sino un punto ínfimo del Universo. Precisamos avanzar hacia una nueva civilización, que como dice Leonardo Boff, recupere lo sagrado de la Tierra y el reencantamiento y veneración del Universo.
A partir de ello, una conciencia planetaria nos resulta fundamental e ineludible. Ninguno de los problemas más profundos que en la actualidad afligen a los seres humanos es de escala local ni tan siquiera nacional o continental. Ya sean estos problemas políticos, económicos, sociales, ambientales o culturales. Los cristianos comprometidos abogamos por una ciudadanía global, que empieza a articularse, a desarrollar iniciativas y a alentar procesos e instituciones que prefiguran un nuevo mundo, que reconoce la necesidad de unirse en la construcción de un mundo sin discriminaciones ni exclusiones, basado en la solidaridad y la justicia social, en la democracia participativa, en el respeto y valoración de las diversidades nacionales y culturales y la armonía con el medio ambiente.
En la óptica de un horizonte político hacia el que orientar las luchas de nuestros pueblos, muchos cristianos vemos en la integración política, económica, social y cultural de América Latina y el Caribe, una meta previa necesaria para aspirar a un desarrollo soberano, democrático y justo; toda vez que vivimos ya en una era internacionalmente articulada en torno de países-continente o bloques político-económicos integrados y con la presencia de un capital financiero internacional y enormes empresas transnacionales que actúan e imponen sus intereses por encima de fronteras nacionales.
Nuestra práctica más que tensarse hacia la militancia política en partidos, hoy se vuelca a una militancia en los movimientos sociales, en su reconstrucción y fortalecimiento ético, orgánico y político. Y reviste en particular un carácter de procesos de educación popular, más que de adoctrinamiento ideológico. Vamos construyendo entre todos el camino y el programa de los cambios que queremos, afirmados en principios de solidaridad, democracia, autonomía y unidad en el seno de los pobres y del pueblo. Hay una fuerte carga de creatividad y de experimentación en nuestras prácticas.
Por otra parte, hoy tenemos conciencia que vivimos tiempos que son simultáneamente de resistencia y de siembra. Sabemos que tenemos que ir construyendo paralelamente una conciencia, un poder y un orden social distinto en el mismo proceso de resistir y luchar contra el orden capitalista que hoy impera. Construir un poder popular ha adquirido así una nueva connotación y renovada importancia.
Nuestros paradigmas se nutren más que nada de nuestros valores como cristianos, se impregnan de los principios de libertad, igualdad, fraternidad y democracia y se expresan programáticamente quizás mejor que nada en la doctrina de los Derechos Humanos, integrales y universales.
En este camino, múltiples sujetos y movimientos sociales empiezan a encarnar al movimiento popular en que ponemos nuestras esperanzas. Desde los pueblos indígenas y afroamericanos, los movimientos por los derechos humanos, por la paz y en contra de la guerra, en contra de la discriminación de minorías –diversidad sexual, discapacitados, migrantes-, por los derechos de la mujer y del niño, los ecologistas, hasta los movimientos más tradicionales como el sindical, estudiantil, poblacional o campesino; los cristianos hemos ampliado nuestras miradas del sujeto “pobre” con el que hemos ligado nuestra suerte
Finalmente, nos hemos ido reafirmando en nuestra vida como cristianos, al margen de los vaivenes de la Iglesia institucional y jerárquica; a la que desde hace más de una década percibimos distante del pueblo. La presencia del Señor, de su amor entre los pobres, la hemos podido percibir permanentemente, por el contrario, en el testimonio de vida de muchos hermanos y hermanas, que hacen a esa iglesia-pueblo de Dios la portadora real del mensaje de Liberación en que creemos. Y que le otorgan permanente vigencia.
Artículo presentado en la reciente Consulta "Fe, Economía, Política y Sociedad" por Manuel Hidalgo V
Este artículo data originalmente de noviembre 2005, en un diálogo entre el autor y el teólogo recientemente fallecido José Comblin.